Oliver Cromwell (I): El Darth Vader del S XVII.*

Publicado por

Oliver Cromwell fue «ejecutado» varios meses después de muerto. Desenterraron su cadáver y lo colgaron de cadenas, a la vista de todos, antes de separar la cabeza del cuerpo. Después arrojaron el tronco y las extremidades a un pozo; la cabeza fue exhibida en la punta de una estaca como tétrica reliquia de una época volcánica, la del ascenso de un hombre cuyo mesiánico carisma había interrumpido ochocientos años de gobiernos monárquicos. Aquella decapitación post mortem era casi un exorcismo; sus enemigos pretendían desencantar a Cromwell de la inmortalidad, mutilando su cadáver como se hacía con los sospechosos de vampirismo. Él había dejado ya una huella imborrable. Había cambiado, por su propia mano, el destino de Inglaterra y también el del mundo, mostrando a futuros revolucionarios que las antiguas monarquías no eran invulnerables, que el Estado podía cambiar de forma si esa metamorfosis tenía detrás a un individuo con voluntad de hierro.

Es imposible encontrar acuerdo entre los historiadores sobre Oliver Cromwell. Para algunos fue uno de los padres de la moderna democracia inglesa, un héroe visionario y un adelantado a su tiempo. Para otros fue un tirano cruel, un fanático religioso y el responsable de algunas infames matanzas. Acaso todos tengan parte de razón y Cromwell fue todo eso. En cualquier caso, lo fascinante es la manera en que hizo ingresar su nombre en la historia, de manera casi accidental. Hasta pasados los cuarenta años fue un burgués anónimo; un puritano que había vivido, con altibajos, de las rentas de sus tierras, a veces incluso de su propio trabajo en la granja. Un parlamentario de segunda fila con un pobre historial político que, insignificante en su país, soñaba con emigrar a América. Nunca nadie, ni él mismo, hubiese podido sospechar que terminaría convirtiéndose en el hombre más poderoso de Inglaterra. Durante largo tiempo ignorado, terminó convertido en un rey sin corona, en el único jefe de Estado de una gran potencia dinástica europea que no tenía sangre azul. Un Napoleón del siglo XVII, cuya repentina explosión fue el precedente y el signo de alerta de lo que estaba por venir. Más de un siglo antes de la Revolución francesa, Oliver Cromwell había llevado a un rey al cadalso y había establecido una república en la nación más monárquica de Europa.

El linaje de los Cromwell

El apellido Cromwell no era de origen noble, pero sí ilustre. Oliver Cromwell podía presumir de ser pariente lejano de uno de los políticos más importantes del siglo anterior, pues su linaje paterno descendía de la hermana de Thomas Cromwell, quien fuera ministro favorito de Enrique VIII. Thomas Cromwell fue un plebeyo, hijo de un herrero, cuya biografía es novelesca: abandonó su hogar paterno siendo aún adolescente y recorrió la Europa del siglo XVI como aventurero, un «rufián», según sus propias palabras, que se ganaba la vida en la calle. Fue soldado de fortuna, prestamista y abogado; cuando regresó a Inglaterra era ya un hombre adinerado. Jugó un importante papel en la política nacional y, gracias a sus maquiavélicas astucias, consiguió sobrevivir durante años en aquel tornado de puñales que era la corte de los Tudor. Su suerte, sin embargo, terminó acabándose. Cayó víctima de la única cuchilla que su suprema habilidad no podía detener: la que manejaba el propio rey. Como muchos de quienes orbitaban en torno a Enrique VIII —incluidas un par de sus esposas y reinas—, Thomas Cromwell pagó el alto precio de no complacer a su monarca. Acusado de traición, cargo que en aquellos dramáticos años se aireaba con mucha liberalidad, vio acabar sus días ante el verdugo. Su nombre, sin embargo, no quedó mancillado. El propio rey terminó lamentando la precipitada decisión de haber mandado matar al hábil ministro y así, pese a su decapitación, el patriarca de la dinastía Cromwell pudo dejar a sus parientes bien situados, y el apellido mantuvo su fama, aunque durante un siglo no volvió a proporcionar otro personaje de parecida relevancia.

Oliver Cromwell, claro, iba a ser ese otro personaje. Nació en 1599, cinco décadas después de la muerte de Thomas, en Huntingdon, una pequeña ciudad comercial situada a unos diez kilómetros de Cambridge. Su familia, de importancia secundaria en los círculos de la burguesía local, no era rica, pero vivía con comodidad de las rentas que producían sus tierras. Oliver inició sus estudios en una escuela puritana de Cambridge, donde al parecer era un alumno irregular, más interesado en las matemáticas que en las humanidades, y sobre todo un entusiasta de los deportes. Después ingresó en la universidad, pero nunca llegó a graduarse; cuando tenía dieciocho años murió su padre y él, siendo el único hijo varón, tuvo que abandonar los estudios para hacerse cargo de la casa. Algunos historiadores especulan sobre la posibilidad de que después obtuviese un título en Derecho, porque se sabe que muchos varones de su familia, incluido su padre, habían cursado en un colegio universitario de Londres (también alguno de sus hijos se graduaría allí), pero es poco creíble que Oliver Cromwell cumpliera esa tradición familiar. Ni constaba en los registros de la institución, ni nunca ejerció profesión relacionada con el derecho. Es más, sus primeros puestos políticos los obtuvo gracias a favores de sus contactos —esto, cabe señalar, era habitual en la época—, pero no por sus cualidades administrativas.

A los veinte años se casó con Elizabeth Bourchier, hija de un comerciante y terrateniente londinense que gozaba de gran prestigio dentro de las congregaciones puritanas a las que pertenecían no pocos políticos importantes; como veremos, en aquella Inglaterra resultaba imposible separar religión de ideología política. El matrimonio mejoró el estatus social de Cromwell, pero no fueron años felices para él; aunque su vida conyugal era buena, como se deduce de la cariñosa correspondencia que siempre mantuvo con su esposa, empezaron a manifestarse síntomas de algún profundo trastorno afectivo. Pronto se vio obligado a buscar ayuda profesional: un médico lo registró como «hipocondríaco» y otro escribió que el joven Oliver estaba «deprimido hasta un grado anormal», diagnosticando su caso como «melancolía», nombre que se le daba entonces a la depresión clínica. Es tentador el intento de enlazar esos episodios con su futuro carácter como líder militar y político, pero lo cierto es que no parece que en su madurez volviera a sufrir episodios depresivos lo bastante fuertes como para que afectasen de modo visible su conducta. Sí padeció siempre brotes de fiebre recurrente, que hoy se atribuyen a una posible malaria, y afecciones renales que fueron empeorando con los años. No era un hombre de aspecto impresionante, como puede verse en los retratos de su tiempo; cosa distinta fueron las representaciones idealizadas que surgirían después, donde lo imaginaban con rasgos más feroces. Pocas veces antes de su ascenso dio muestras de poseer madera de líder. En otras circunstancias, Oliver Cromwell quizá hubiese pasado sin pena ni gloria no solamente en la escena política inglesa, sino también en su propia provincia, Cambridgeshire.

Esto no cambió cuando, estando a punto de cumplir la treintena, los contactos de la familia de su mujer le permitieron salir elegido para ocupar un asiento en el Parlamento inglés. Permaneció allí poco más de un año, no por sus capacidades, que por entonces no habían sido probadas, sino como representante de una clientela influyente: la familia Montagu, a la que pertenecían los condes de Sandwich (incluyendo a John Montagu, que cien años más tarde, según cuenta la tradición, inventó el famoso bocadillo bautizado «sándwich» para no tener que levantarse a comer durante una partida de naipes). El joven Cromwell, pues, era un testaferro político que representaba los intereses de quienes, años antes del famoso bocadillo, cortaban el asado en la burguesía de su ciudad. Eso sí, durante aquella legislatura breve y tormentosa en la que su actividad política personal apenas dejó huella —se sabe que pronunció un discurso sin que nadie en la cámara quedase deslumbrado—, Cromwell pudo ser testigo de excepción de la crítica condición en que se encontraba la política inglesa. Quizá por ello, en el futuro, sentiría una profunda aversión a las peleas entre facciones.

La caída en desgracia y el renacimiento cristiano

La temprana disolución del Parlamento hizo que Cromwell se quedara sin escaño, pero ese no fue el único ni el peor de sus problemas. En 1629, una disputa política regional hizo que su vida diese otro giro, esta vez a peor. Parece que cuando por fin se decidió a expresar su propia voz en un tema público —la redacción de unos nuevos estatutos para su ciudad—, debió de molestar a alguien importante, pues el asunto se le tornó en contra con virulencia. Incluso tuvo que presentarse para testificar ante el Consejo de Estado; que una disputa local trascendiese a estancias nacionales indica que el hasta entonces inofensivo Cromwell se había metido en camisa de once varas. Vendió su casa en la ciudad y se trasladó a una granja cercana; como es improbable que un burgués renunciase por gusto a su posición para convertirse en granjero y vivir «de la venta de lana y huevos de gallina», parece obvio que había perdido el favor de sus antiguos amigos en Huntingdon. Desde el punto de vista financiero aquellos fueron los años más duros de su vida. No vivía en la miseria, pero ya no se sostenía gracias a las rentas, sino con el sudor de su propia frente. Eso le sirvió para entender mejor a los campesinos y demás gentes del pueblo llano; en el futuro Cromwell se haría notar por su facilidad para comunicarse con el ciudadano común, uno de los rasgos que le iban a permitir transformarse en una autoridad moral en tiempos de crisis, pese a que su extracción social había estado bordeando la pequeña aristocracia.

Aquellos tiempos de infortunio también hicieron que experimentase una reconversión religiosa, detalle de extraordinaria importancia para explicar su porvenir político. No hay muestras de que durante su juventud se hubiese destacado por una religiosidad extrema, pese a su formación puritana. Durante su crisis personal, sin embargo, se tornó un apasionado defensor del ideario puritano en una de sus versiones más radicales, sobre todo en cuanto a la aversión al catolicismo. Las alegorías y alusiones bíblicas, que nunca antes habían sido características en sus cartas, se tornaron omnipresentes. Según sus propias palabras, era un hombre «renacido». Sus nuevos conceptos religiosos podían identificarse con los de grupos «independientes» o «inconformistas», que defendían una profundización en la Reforma protestante y demandaban que la Iglesia de Inglaterra abandonase todo aquello que todavía le quedaba de simbolismo ceremonial u otros, para ellos indeseables, residuos del catolicismo del pasado. Los independientes, además, sostenían que la Iglesia anglicana no debía conocer jerarquía alguna por encima del nivel de la congregación local —aparte, claro, del rey—, demandando la eliminación de cargos como los obispados u arzobispados. Estas ideas, como veremos, eran de difícil aplicación durante el reinado de Carlos I.

Sin embargo, como entre los Independientes se contaban personajes muy importantes de la burguesía (y por tanto de la política parlamentaria), el movimiento contaba con mucha fuerza y no podía ser acallado, convirtiéndose en un auténtico dolor de cabeza para el rey. Ese fue el entorno ideológico del que surgiría el fenómeno Cromwell. Aunque es imposible aplicar el moderno eje izquierda-derecha a aquella escena política, podría decirse que Cromwell, en comparación con el grueso de sus colegas políticos, era de derechas en lo espiritual, por su intransigencia religiosa, y de izquierda moderada en lo político; reformista, pero también monárquico. No optó por el republicanismo hasta que sintió que no le quedaba otra opción, y más como una reacción personal a la actitud del rey que como una auténtica convicción ideológica. Esto puede sorprender sabiendo que se convertiría en uno de los primeros revolucionarios de la era moderna. Tampoco era un hombre de ideas autoritarias y su cesarismo, que lo desarrolló con el tiempo, fue tan furibundo como intermitente. Fue su carácter, no su ideario, lo que terminaría volviéndose dictatorial.

Los terremotos políticos del reinado de Carlos I

En 1636, después de la travesía en el desierto que lo había mantenido alejado de la escena pública, la suerte volvió a sonreírle. Una providencial herencia le permitió abandonar las tareas de granja, ya que recibió nuevas tierras con las que podía volver a vivir de rentas. También heredó el puesto de recaudador del diezmo en la catedral de Ely, cercana a su ciudad. Tenía treinta y siete años cuando recuperó el prestigio dentro de la burguesía provincial. Su renovado fervor religioso lo convirtió además en un personaje apreciado en los influyentes círculos puritanos. Con todo, él no se sentía cómodo en la inestable y pecaminosa Inglaterra en la que vivía. Quería emigrar a América, a Connecticut, donde se habían establecido colonias de puritanos. Pensaba que había llegado el momento de empezar una nueva vida al otro lado del Atlántico. En noviembre de 1640, pasada la cuarentena, planeaba ya los pormenores de su inminente traslado cuando sus amigos del partido puritano le ofrecieron la posibilidad de sentarse una vez más en el Parlamento, que acababa de ser convocado tras permanecer cerrado durante más una década. Cromwell aceptó presentarse a las elecciones. Esa decisión era la semilla de la que nacería una nueva Inglaterra.

Es imposible entender una figura como la de Oliver Cromwell sin hacer una crónica del amargo divorcio que se estaba produciendo entre las dos principales instituciones políticas del reino, la Corona y el Parlamento. Cromwell vivió en una Inglaterra turbulenta cuyas estructuras amenazaban con saltar en pedazos. Su posterior ascenso fue sin duda una sorpresa, pero no una casualidad.

El Parlamento inglés del siglo XVII no era una institución estable ni poseía atribuciones claras en la práctica. Había nacido durante la Edad Media porque los reyes necesitaban la colaboración de los aristócratas, burgueses y jerarcas eclesiásticos de cada región para hacer cumplir sus leyes y, sobre todo, para recaudar impuestos. Así, a cambio de conceder determinadas atribuciones al Parlamento y a los estratos sociales en él representados, la Corona se aseguraba esa colaboración. En el siglo XVII el Parlamento estaba dividido en dos cámaras: la de los lores incluía a la alta aristocracia y los principales cargos de la Iglesia anglicana. La de los comunes incluía a representantes de pequeños aristócratas o burgueses. Todos obtenían el cargo mediante elecciones, aunque cabe aclarar que aquel parlamento no era «democrático» en el sentido actual del término. En cada ciudad o condado votaban únicamente los hombres más adinerados y poderosos, que elegían al más influyente de entre ellos, o bien a algún testaferro de sus intereses, en una sofisticada forma de caciquismo electoral. La norma no escrita era la de conformar un nuevo Parlamento cada dos o tres años, aunque esto no siempre se cumplía y hubo periodos en que el rey de turno ni siquiera se molestaba en convocarlo. Reyes como Enrique III o Eduardo I se apoyaron mucho en el Parlamento, pero otros, como Enrique VIII, lo hicieron de manera muy esporádica y con desgana.

En 1625, cuando el joven Cromwell todavía no había debutado como político, ascendió al trono Carlos I, que tenía su misma edad (para ser exactos, Carlos era unos meses más joven que Cromwell). El nuevo monarca se encontró una clase parlamentaria poco dispuesta a colaborar. Era percibido como un rey débil: heredó el trono solamente porque su hermano mayor había muerto, y su estampa era incluso menos impresionante que la de Cromwell. Carlos I había sufrido de raquitismo durante la infancia; era tímido, poco sociable y para colmo hablaba con un cierto tartamudeo. Criado en Escocia —su familia había preferido no llevarlo a Londres por su mala salud—, tenía un marcado acento norteño que en la capital era visto como señal de escasa sofisticación. Carlos, en realidad, era un hombre muy inteligente y cultivado; en el futuro, pese a su tartamudeo, demostraría ser elocuente y hacer gala de una exquisita elegancia a la hora de expresar sus ideas, pero durante su juventud imponía poco respeto a los parlamentarios. En la Cámara de los Lores había aristócratas y clérigos complacientes con el rey porque le debían favores, pero entre los comunes abundaban los burgueses, terratenientes y comerciantes que se valían por sí mismos y no necesitaban de él para mantener su posición social. Los comunes ya no se sentían satisfechos ejerciendo como simples recaudadores de impuestos.

Especialmente revoltosos eran los parlamentarios de la facción puritana, porque percibían a Carlos, jefe de la Iglesia anglicana, como un monarca procatólico. Siendo todavía príncipe de Gales, había intentado prometerse con la infanta española María Ana de Austria, para escándalo de los puritanos, quienes consideraban inadmisible tener a una católica como reina consorte. El famoso Francis Bacon lideró una protesta parlamentaria que le valió terminar en prisión. Cuando las negociaciones de Carlos con la corona de España fracasaron —una boda real constituía un complicado affaire diplomático que no siempre llegaba a buen puerto—, se casó con la princesa francesa Enriqueta María de Borbón, hermana del rey Luis XIII y también católica. En realidad, el que un heredero al trono inglés desposara a una princesa católica era lo que dictaba la lógica política: las relaciones de Inglaterra con las dos principales potencias europeas, España y Francia, todavía eran buenas, y así debían mantenerse mediante los preceptivos vínculos familiares. Como ambas potencias eran católicas, parecía predestinado que la reina consorte de Inglaterra lo fuese también. Sin embargo, los puritanos (y muchos otros ingleses) se resistían a aceptar esa lógica. Para ellos tenía más importancia el factor religioso y se tomaron la llegada de Enriqueta María como una ofensa. Para Carlos, la oposición de los puritanos a su matrimonio era también un insulto.

Después de su coronación, Carlos I convocó el Parlamento inaugural de su reinado y pronto quedó claro que, además de su matrimonio, su carácter chocaba con la ambición reformista de los comunes. El rey era joven pero sus ideas políticas eran arcaicas: creía en el derecho divino, considerando que su rol dinástico estaba condicionado por la voluntad celestial, y que por tanto no podía ni debía someterse a ningún otro poder terrenal que no fuese el de su propia y regia voluntad. El problema, claro, consistía en que los parlamentarios ya no eran los mismos de la época de Enrique VIII. Ahora demandaban más autonomía. Queriendo aprovechar la inexperiencia del joven rey, tardaron apenas días en aprobar una legislación destinada a recortar el poder de la monarquía. Existía un impuesto llamado Tonnage and Poundage (algo así como «impuesto sobre el peso») que según la costumbre era otorgado por la cámara a cada monarca, hasta que finalizase su reinado. Esa tasa garantizaba que la Corona obtenía beneficio de todo comercio con el extranjero, lo cual era fundamental para el mantenimiento de las arcas palaciegas. Carlos I, de acuerdo a la tradición, esperaba obtenerlo de manera vitalicia en cuanto el Parlamento realizase la votación rutinaria. Para su sorpresa, se votó otra cosa distinta: retirar el carácter vitalicio del Tonnage and Poundage, para que requiriese la aprobación periódica de lores y comunes. Así, la cámara podría demandar nuevas concesiones a cambio de continuar permitiendo que el rey se beneficiase de su arancel personal. La idea, sobre el papel, era buena, pero los parlamentarios pincharon en hueso. Carlos I no hizo gala de la debilidad que se le presumía; cuando tuvo noticia de aquella votación disolvió el Parlamento, apenas tres meses después de haberlo convocado. Los ingleses, con su afición a poner apodos a las diversas etapas legislativas, bautizaron aquella etapa como el «Parlamento inútil». En efecto, había servido para poco más que hacer patente el desencuentro entre el rey y los comunes.

La Tiranía de los once años

Carlos se quedó con el Tonnage y Poundage, pero este impuesto no bastaba para financiar grandes políticas, como por ejemplo embarcarse en una guerra, así que convocó un segundo Parlamento. Esta vez había cierta justificación para pedir dinero: cumpliendo con su papel de cabeza de la Iglesia anglicana, envió una expedición militar de auxilio a los hugonotes, los protestantes franceses, que se estaban enfrentando al rey Luis XIII. El que Carlos se involucrara en una guerra religiosa contra el hermano de su propia esposa sorprendió a muchos y debía favorecer el concepto que los puritanos tenían sobre él. Sin embargo, la expedición terminó siendo un desastre militar y los parlamentarios, una vez más, intentaron aprovechar lo que percibían como una situación de debilidad para intentar socavar el poder del monarca. En 1627, tan pronto el Parlamento empezó a discutir nuevas medidas para controlar a la Corona, Carlos disolvió otra vez el Parlamento.

El rey, eso sí, continuaba perdiendo dinero. Sobre todo debido a su afición por el oropel; durante los meses que había pasado en España fue deslumbrado por el esplendor de la corte de los Austrias, y una vez coronado empezó a imitar el ampuloso ceremonial palaciego español, haciendo gala de una ostentación que —para desmayo de los puritanos— pretendía devolver también al ceremonial religioso protestante. Además gastaba mucho dinero en una colección de arte cuyo único fin era, de nuevo, intentar rivalizar con el esplendor español. En 1628, apenas meses después de disolver su segundo Parlamento, convocó el tercero en menos de cuatro años de reinado. Debía de confiar en que los diputados hubiesen aprendido la lección y tuviesen una actitud más sumisa en esta tercera ocasión. No acertó.

Cabe aclarar que el conflicto entre ambas partes no ponía en cuestión la propia institución monárquica. Nadie, exceptuando algunos movimientos extremistas, deseaba convertir Inglaterra en una república. El republicanismo era una idea marginal. La mayoría de los puritanos —como Cromwell, que acababa de sentarse por primera vez en el Parlamento— se conformaba con conseguir que la monarquía parlamentaria estuviese más contrapesada, y que el Parlamento tuviese mayor libertad de acción, pero siempre con el visto bueno del jefe del Estado. Años después, el propio Cromwell lo resumiría así: «Inglaterra necesita el gobierno de un hombre, acompañado por el de una asamblea». Es decir, un rey como poder ejecutivo y un Parlamento como poder legislativo. Carlos I, sin embargo, desagradaba demasiado a los puritanos, y cometía el error de responder a ese desagrado con altanería. Se antojaba imposible armonizar al hombre con la asamblea. El tercer Parlamento demostró ser aún más rebelde que los dos anteriores; se volvió a debatir la posibilidad de despojar al Tonnage and Poundage de su carácter vitalicio, lo cual era legítimo, pero también una abierta provocación con la que probar los límites del monarca. Como era de esperar, el rey se enfureció. Esta vez no solamente disolvió la cámara sino que también hubo represalias personales, pues hizo detener a los ocho mayores responsables de aquellas iniciativas legislativas, encerrándolos en las mazmorras de la Torre de Londres. Uno de ellos, John Eliot, se negó a hablar en los interrogatorios, aduciendo que por su condición de parlamentario solamente tenía la obligación moral de responder ante la cámara, y no ante el rey. Carlos I no se lo perdonó: el encierro de Eliot fue particularmente severo y murió cuatro años después sin haber salido de su celda, convirtiéndose en el primer gran mártir de la causa parlamentaria.

Estos sucesos, claro, acentuaron la antipatía que los comunes sentían hacia el rey, pero Carlos se sentía fuerte y durante los siguientes once años no volvió a convocar ningún otro Parlamento. Entendiendo que el gasto militar era lo único que podía obligarle a recurrir a la molesta cámara, se abstuvo de participar en nuevas guerras continentales y mantuvo, mientras pudo, una política exterior de perfil bajo. En el interior, envalentonado, siguió devolviendo oropel al culto anglicano y reforzando la jerarquía eclesiástica. Muchos interpretaban la «vaticanización» emprendida por Carlos como una influencia perniciosa de su esposa católica y de su presunto interés de conseguir una reconciliación con el papa. Fuese tal su objetivo o no, aquellas políticas religiosas empezaron a causar un hondo malestar en Inglaterra y en Escocia (en Irlanda, de mayoría católica, la población estaba descontenta justo por el motivo contrario: la imposición de las ideas protestantes).

Durante una década, Carlos I vivió feliz sin hacer frente a las molestas demandas parlamentarias, pero el asunto religioso se convirtió en una olla a presión que, tras aquellos once años de despotismo, terminó estallándole en las narices. En Escocia surgió el movimiento de los «Covenanters», protestantes presbiterianos indignados por la actitud del rey procatólico, que organizaron una revuelta conocida como «Guerra de los Obispos». Llegaron a tomar la ciudad de Newcastle, en el norte de Inglaterra, amenazando con invadir también el sur. Carlos I no disponía de los fondos necesarios para reunir un ejército con el que detenerlos, y se vio obligado a firmar un armisticio comprometiéndose a no interferir en los asuntos religiosos de Escocia y pagar una indemnización para cubrir los gastos bélicos de sus enemigos. Los términos de la rendición fueron tan humillantes que el rey empezó a planear el envío de una expedición de castigo a Escocia con la que reinstaurar su autoridad religiosa y reparar su orgullo y su imagen. Como no podía reunir ese ejército sin dinero y no podía obtener dinero sin el Parlamento, convocó las primera elecciones en once años, las cuartas desde su coronación. Debido a esto, Oliver Cromwell, que ya había cumplido los cuarenta, abandonó sus planes de partir hacia América y se sentó por segunda vez en la bancada de los Comunes.

De cabeza al caos

Carlos I no fue astuto convocando a la cámara. Su derrota ante los Covenanters y la posterior bajada de pantalones de los términos del armisticio le hacían parecer más débil que nunca, así que tampoco esta vez hizo el Parlamento lo que el rey esperaba. Los comunes, dominados por el partido puritano, votaron en contra de su propuesta de reclutar un ejército para atacar a los Covenanters, a quienes miraban con simpatía por su oposición a la simbología católica. Carlos I hizo lo de siempre: disolver la cámara, que fue después bautizada con un apodo poco imaginativo pero elocuente: el «Parlamento corto».

Todavía herido en su autoestima, el rey atacó Escocia por su cuenta y riesgo, sin el vital apoyo de los parlamentarios. Sin los medios necesarios y como era de prever, su campaña fracasó. Los Covenanters contraatacaron y de nuevo ocuparon ciudades en el norte de Inglaterra. Una vez más, la invasión era una posibilidad inminente. La situación del rey se tornó tan desesperada que se tragó el orgullo y convocó un quinto Parlamento. Este sí iba a durar —después sería conocido como el «Parlamento largo»— pero esto no significa, ni mucho menos, que con él hubiese llegado la estabilidad a Inglaterra. Más bien al contrario: el más absoluto desastre estaba a la vuelta de la esquina.

La nueva cámara adoptó una postura incluso más dura que las cuatro anteriores. Los dos líderes visibles del puritanismo político, John Pym y John Hampden, impulsaron medidas legislativas que implicaban un drástico recorte del poder monárquico, pero ya no solamente retirando impuestos, sino proponiendo casi un nuevo modelo de Estado: se votó que un nuevo Parlamento fuese elegido cada tres años, con o sin la convocatoria del rey. Que el rey nunca podría disolverlo por capricho. Que el rey tampoco podría recaudar impuestos, con o sin colaboración de la cámara, si el Parlamento no quería. Ya de paso, aprobaron la revocación de algunas reformas eclesiásticas «procatólicas», como la separación física entre el sacerdote y los fieles durante la misa, o la colocación de crucifijos en el altar. Carlos I debió de sentirse ultrajado al ver que le estaban disputando el poder hombres a los que, durante su etapa despótica, había incluso llevado ante un tribunal. Años atrás, por ejemplo, el propio John Hampden se había sentado en un banquillo por negarse a pagarle al rey un antiguo impuesto medieval que consideraba obsoleto e injusto. Ahora, sin embargo, Hampden era uno de los principales artífices de que Carlos I viese tambalearse su posición.

Esta vez Carlos I se contuvo y no disolvió las cámaras. Pese a ello, ya nadie creía en su buena voluntad y muchos sospechaban que continuaba sin estar dispuesto a permitir que el Parlamento se saliese con la suya. Empezaron a correr rumores de que estaba maniobrando entre bastidores para someter al Parlamento con ayuda de la única herramienta militar importante que todavía tenía en su arsenal: el ejército de ocupación estacionado en Irlanda. De ser ciertos los rumores, el rey no solo estaba dispuesto a cometer un autogolpe de Estado, sino también a dejar desprotegidos a los colonos protestantes de Irlanda, cuya seguridad dependía de las guarniciones allí destinadas. Nadie parecía tener pruebas de semejante complot, pero la inquietud ante una invasión del ejército se extendió por toda Inglaterra, hasta el punto de que la cámara terminó ordenando la detención de Thomas Wentworth, conde de Strafford y hombre de confianza de Carlos I, que estaba ejerciendo como gobernador de Irlanda. El Parlamento no se atrevía a acusar de manera abierta al propio Carlos I, pero si se probaba en un posible juicio que el monarca era cómplice de Wentworth, también él podría ser acusado de traición. Empezaba a sobrevolar Inglaterra otra posibilidad aterradora: que el propio rey terminase sentándose en el banquillo de los acusados.

John Pym, nombrado fiscal general del caso, empezó a preparar el juicio. Parecía fácil que Wentowrth, de ser culpable, delatase al rey. Los parlamentarios podían usar una norma especial, prevista en la legislación, que permitía ejecutar a traidores por decreto incluso si no había condena judicial, así que el gobernador de Irlanda parecía perdido. Los parlamentarios, quizá, pensaban negociar con él, perdonándole la vida a cambio de que testificase contra el rey. No porque quisieran condenar al rey, sino porque la amenaza de llevarlo a juicio sería la manera definitiva de domesticarlo para siempre. Pero Carlos I, que pese a sus errores tácticos era un hombre muy despierto, intuía esta posibilidad y tranquilizó a Westworth, recordándole que la misma ley impedía que ese decreto especial para la ejecución por traición se llevase a cabo sin la firma del monarca. Si el rey de verdad estaba implicado en la conspiración para el autogolpe, esta fue una jugada maestra, porque Westworth, ahora más seguro de sí mismo, mantuvo el tipo durante el juicio y no implicó al rey, ni admitió los cargos que pesaban sobre él mismo. El gobernador de Irlanda salió absuelto. Como estaba previsto, el Parlamento no se detuvo y aprobó el fatídico decreto especial, pero Carlos I hizo honor a su promesa y se negó a estampar su firma en él. Los parlamentarios ya no podían hacer nada; la propia ley les impedía matar al gobernador de Irlanda sin la rúbrica del jefe del Estado.

Había un matiz que Carlos, sin embargo, no había incluido en los cálculos de su astuto plan: por más que el caso judicial no hubiese demostrado la existencia de la conspiración a gran escala, buena parte del pueblo continuaba creyendo que sí se había producido. El que Carlos se hubiese negado a ejecutar a Westworth era para mucha gente un indicio evidente de que había actuado como su cómplice. A medida que aumentaban estas sospechas, Inglaterra se iba convirtiendo en un avispero. El ambiente estaba tan caldeado que empezaron a circular nuevos rumores sobre un golpe militar, pero esta vez de signo contrario: el ejército, decían, estaba dispuesto a rebelarse ¡contra el propio rey! Cuando ese rumor llegó a oídos de Carlos I, este entendió por fin que se encontraba en serio peligro y que necesitaba despejar toda duda sobre su participación en la conspiración. Así, cambió de idea, incumplió su promesa a Westworth y terminó firmando el decreto que permitía ejecutar al gobernador sin condena judicial. En 1641 Thomas Wentworth fue decapitado ante una de las mayores multitudes que se había visto nunca en Londres. Años después, cuando el propio Carlos afrontase la hora de morir, recordaría el infausto momento en que abandonó a su servidor y amigo como el momento preciso en que Dios había decidido castigarlo.

La posición del rey parecía salvada porque la ejecución limpiaba su presunta implicación en el supuesto complot, pero el asunto iba a traer nuevas (e inesperadas) consecuencias. La situación política de las Islas Británicas era tan complicada que no podía encontrarse solución para un problema sin que surgiera otro problema todavía peor. La ejecución de Westworth fue una noticia que causó estupor en Irlanda, donde empezó a cundir la preocupación. La paranoia desatada por la propaganda puritana inglesa aseguraba que los políticos católicos irlandeses habían estado también dispuestos a apoyar el complot y el miedo a las posibles represalias empezó a sacudir una Irlanda que hasta ese momento se había mantenido más o menos estable. En Irlanda, ciertamente, había muchos motivos para el descontento: la intransigencia religiosa de los protestantes, la imposición de la lengua inglesa o las «plantaciones», expropiaciones de tierras de los católicos que después eran entregadas a los ingleses.

Aun así, las clases dirigentes locales se habían acostumbrado a la idea de vivir bajo Carlos I. Irlanda tenía incluso sus propias cámaras de lores y comunes, si bien eran poco decisivas. Los aristócratas y burgueses católicos preferían la estabilidad al desorden. Ahora, sin embargo, estaban en vilo porque eran sospechosos ante la opinión pública inglesa, y sabían que la situación podía degenerar con rapidez. Un grupo de terratenientes irlandeses, decididos a cortar de raíz cualquier campaña de venganza mediante un gesto de advertencia, organizó la toma por sorpresa de varias guarniciones de la isla. La intención, quizá loable, era la de efectuar una demostración no violenta que sirviera para evitar males mayores, pero por desgracia calcularon mal la jugada. La rebelión, atizada por el resentimiento del pueblo irlandés, se les fue de las manos y dejó de ser pacífica cuando grupos incontrolados empezaron a atacar a colonos protestantes. Al saberse esto en Inglaterra, las autoridades de Londres, y muy en especial el aparato propagandístico del partido puritano, exageraron la magnitud de los acontecimientos, poniendo en marcha una desproporcionada respuesta que desencadenó nuevos ataques a civiles en Irlanda, esta vez dirigidos contra la población católica. Cuando ambos bandos quisieron darse cuenta, la espiral de descontrol se había convertido en una guerra abierta. La sangre, católica o protestante, empezó a correr en grandes cantidades por toda Irlanda.

En Londres faltó tiempo para que unos y otros intentaran sacar provecho político de estas funestas noticias. Los puritanos continuaban acusando al rey de connivencia con los católicos irlandeses, insistiendo como siempre en la supuesta influencia de su consorte francesa, y el Parlamento votó que se iniciase un proceso de impeachment para despojar a la reina de su título. Carlos I, al saber que los parlamentarios pretendían destronar a su propia esposa, se sintió insultado y sin duda lo interpretó como el primer paso de una trama parlamentaria cuyo principal objetivo tenía que ser derrocarlo después a él (aunque, como demostrarían hechos posteriores, tal idea debía de distar mucho de la realidad). Aún peor, el Parlamento deseaba nombrar un comandante general para hacerse cargo del ejército y arrebatar el mando de las manos del rey. La relación entre Carlos I y el Parlamento acababa de romperse. El 4 de enero de 1642 se produjo el acontecimiento que iba a impedir una vuelta atrás en la situación: el propio rey, acompañado de cuatrocientos soldados, irrumpió en la Cámara de los Comunes para detener a John Pym, John Hampden y otros tres cabecillas del partido puritano. No los encontró; alguien les había dado el soplo y habían salido justo a tiempo para correr hasta el Támesis y huir a bordo de un bote. Sorprendido al ver sus asientos vacíos, el rey dijo con ironía: «veo que los pájaros han volado». Después se dirigió a William Lenthall, presidente de la cámara de los Comunes, inquiriéndole sobre el paradero de los fugitivos. Aunque Lenthall era un hombre apocado y con fama de blando —el resto de parlamentarios le hacían poco caso y solían pasarle por encima durante los acalorados debates—, en aquella ocasión demostró una firmeza inusual en él y respondió al monarca con una frase que se haría célebre: «Su majestad, no tengo ojos para ver ni lengua para hablar en este lugar sino como tenga a bien ordenarme la Cámara, cuyo servidor soy aquí».

Carlos I captó el mensaje. Si incluso un hombre tan poco decidido como Lenthall expresaba su determinación de someterse únicamente al Parlamento, esto era señal de que el Parlamento se sentía lo bastante fuerte como para defender su autonomía hasta las últimas consecuencias. Pese al enorme impacto teatral de su asalto al frente de un batallón de lanceros, el rey ya no estaba en posición de someter a las cámaras. Y lo peor, el reino se estaba desmoronando. Irlanda había estallado en pedazos. Escocia continuaba en rebelión. La propia Inglaterra estaba partida en dos bandos y era notorio que una parte no pequeña del ejército apoyaba a los parlamentarios, dispuesta a desobedecer a la Corona. Carlos I, por fin, entendió que el turbio paisaje político deparaba una calamidad inevitable: la guerra civil. Lo que no podía suponer es que con la guerra se produciría el surgimiento de una figura hasta entonces irrelevante, aquel oscuro parlamentario de segunda fila llamado Oliver Cromwell, del que nadie había oído hablar, pero al que pronto nadie podría ya olvidar.

(Continúa aquí)

Fuentes: http://www.jotdown.es/2017/02/oliver-cromwell-i-darth-vader-del-siglo-xvii/

http://www.jotdown.es/2017/02/oliver-cromwell-ii-new-model-army/

 

Deja un comentario